Por Sergio Núñez
Todos retenemos un olor o un sabor de cuando éramos pequeños, pero yo también retengo un sonido, el sonido de la máquina de escribir, por supuesto, manual, sin ningún tipo de electrónica, de mi padre.
En calle Granada nº 65, en la misma acera de la librería de Pepe Negrete y de ultramarinos Zoilo, mi padre tenía un mini local donde a duras penas cabían una mesa y cinco sillas. Antiguamente, la planta superior le había servido de vivienda. Para entrar al local había que agachar la cabeza, si no querías chocar con el marco; aún así, creo que era un o de lo locales más visitados de calle Granada, pues a las ocho de la mañana, hora de apertura del negocio, ya había varias personas guardando su turno en la cola para ser atendidos.
De igual manera, a la hora del cierre, siempre había alguna persona que deseaba ser atendida fuera de horario, siendo un sinsabor para él no poder atenderla, pues se tenía que marchar tras muchas horas tras su escritorio; el tener que decir no, le apenaba profundamente…. por este motivo, he sido testigo de cómo en numerosas ocasiones mi padre volvía a abrir el local para atender a esa persona que venía de algún pueblo lejano y que ni pesetas suficientes tenía para volver a coger el autobús, suponiéndole un gran esfuerzo volver otro día por haber llegado fuera de horario.
Sí, mi padre era escribano, el último escribano de Málaga, como así lo nombraron tras una entrevista en un periódico de la época, en los años setenta del siglo pasado. En esos años, su trabajo, el trabajo de escribano o memorialista, estaba muy solicitado, dado que el nivel de alfabetización era muy deficiente.
Mi padre lo mismo redactaba contratos de obra donde se incluían todos los tecnicismos relacionados con el tema, como cartas dirigidas a una madre y que transmitían todo el cariño de un hijo que estaba en la mili, o era testigo de mil historias de familias, de amigos, de amores y desamores, por lo que muchas personas depositaban en él su confianza, que transformaba en letras cargadas de sentimientos.
Así, recuerdo que él leía la carta recibida y posteriormente redactaba la carta que iba a ser remitida como respuesta.
Pasaba a máquina desde relatos y poesías hasta solicitudes y peticiones a diferentes organismos públicos, impresos varios de todo tipo y un largo catálogo de trabajos, todos con el típico sonido de las teclas, mientras, sin mirar el teclado, preguntaba a las personas si les parecía bien lo escrito, en folios o cuartillas según el formato adecuado para cada caso.
Algún cliente agradecido le traía un café del Café Aranda, famoso local de la época y de la estampa malagueña, que quedaba prácticamente enfrente a su local, o, en otras ocasiones, le daban una pequeña propina.
Como herramienta principal y amiga inseparable, como ya he señalado, su máquina de escribir. Una de ellas, concretamente, la Olivetti M40 de los años 30, aún descansa, quedando expuesta como una joya, en lo alto de un antiguo aparador en mi casa. Si ella hablase…
Mi abuelo Justiniano fue el precursor de la dinastía de los escribanos, antes que mi padre, Emilio y, por último, mi hermano Jorge siguió sus pasos durante unos años.
El local, ese local por el que tantas historias desfilaron a través de la máquina de escribir a las que dieron vida las manos de mi padre, ahora se ha convertido en parte del hotel Palacio Solecio de calle Granada.
Por último, he de aclarar el titular del artículo de periódico que acompaña este post, donde se nombra a mi padre como Luis, cuando en realidad se llamaba Emilio; al parecer, mi abuela deseaba que se llamase Luis y mi abuelo quería llamarlo Emilio. A la hora de inscribirlo en el Registro Civil, mi abuelo fue solo y lo inscribió con el nombre que a él le gustaba, Emilio, pero la familia y los amigos le llamaban Luis, tal como mi abuela quería.
Años más tarde, cuando mi padre solicitó un certificado de nacimiento para acceder al servicio militar, descubrió que se llamaba Emilio, cuando todo el mundo lo nombraba como Luis... incluso mi madre. Cosas de la vida... una historia digna de haber sido redactada por la máquina de mi padre: el último escribano de Málaga.