Por José M. Domínguez Martínez
Si hacemos caso a The Economist, el mes de febrero marca el mínimo anual
del “music mood index”. No lo sabía hace unos días, cuando iba
caminando, desde lo que antaño se llamaba la “prolongación de la
Alameda” hacia el centro histórico de la ciudad. No recuerdo qué música
iba oyendo a través del smartphone, pero pronto me llegaron los
acordes amplificados del guitarrista solitario que tocaba plácidamente
“Stormy weather”. Caía la tarde. La tentación era grande, pero seguí mi
marcha. La experiencia dice que un trayecto corto se hace interminable
cuando acucian las agujas del reloj. Era preferible no arriesgarse.
Era ya de noche cuando emprendía el
camino de regreso, sin ser consciente de que iba a ser partícipe de dos
magníficas experiencias sensoriales y anímicas. La primera, el disfrute
de la iluminación, con motivo de la época carnavalesca, de la
emblemática calle de la que tan orgullosos se sienten los malagueños, y
hoy tan codiciada por los visitantes. ¿A quién pertenecen las ciudades,
quién tiene derecho a pasear por sus calles, quién
está facultado para acceder a sus miradores? El debate sobre el alma de
la urbe muestra sus aristas mientras ella prosigue su curso, cambiando
su fisonomía, sin que se cumpla el deseo expresado hace poco en este
sitio, acerca de la dimensión comparativa de los colectivos duales de
los comercios retratados en las dos obras de Fernando Alonso. Uno de
ellos continúa menguando inexorablemente; el otro sigue acumulando
imágenes pretéritas.
Pero un minuto de éxtasis ante la nueva
catedral lumínica lleva a desconectar de la realidad. Un solo instante
puede a veces extenderse mucho más allá de lo que dicta el implacable
cronómetro.
También de calle Martínez y de Atarazanas
han desaparecido comercios y establecimientos históricos, aunque
permanece en pie el edificio que una vez albergó el Banco de Málaga. Más
allá, en su lugar tradicional, se mantiene abierto el local de “Los
Pueblos”, cuya supervivencia se antoja milagrosa, en una época tan
distante de aquella otra marcada por el bullicio de los viajeros.
Después de mucho tira y afloja, sin
embargo, falta ya la imagen de la pensión “La Mundial”. Siempre le tuve
cariño. Fue el primer sitio donde mi padre, siendo aún un mozalbete,
encontró trabajo como pinche de cocina. Hay pleonasmos que cobran vida
propia. No, no es lo mismo un pinche que un pinche de cocina, como
tampoco lo es el erario respecto al erario público.
Más adelante, ya en los aledaños del gran
centro comercial por excelencia, que en los años setenta transformó el
centro de Málaga, seguía en su puesto el guitarrista. Me aparté un poco
de mi ruta para oír las últimas notas de “It had to be you” que
perezosamente flotaban en el aire. De nuevo el dilema, “go” o “not go”…
Cómo no, acabó por imponerse la primera opción, acompañada de una
obligada, aunque modesta, contribución al platillo pasivamente oferente.
¿Por qué no imitarán esta práctica otros focos peticionarios, por muy
justificados que estén en su noble causa? La coactividad debería quedar
limitada a la vertiente de los tributos, toda vez que no parece que
pueda prosperar la revolución sloterdijkiana.
Ese tipo de situaciones sujetas al libre
albedrío proporciona, además, una buena oportunidad para contrastar la
mayor o menor disposición al pago, de manera voluntaria, por servicios
colectivos, con la singularidad de que no han sido solicitados por los
supuestos beneficiarios (también, en ocasiones, perjudicados).
Mantuve mi rumbo, dejando atrás al
músico, que parecía haberse tomando un descanso. Sin embargo, poco
después comenzó a interpretar una bella melodía que me resultaba
bastante familiar, aunque no acertaba a identificarla.
Por fin caí en la cuenta de que se
trataba de una versión de “Caruso”, la venerada canción de Lucio Dalla.
Fueron unos momentos deliciosos, que valoré como si estuviera asistiendo
al mejor de los conciertos, como receptor de una actuación y una
experiencia memorables.
Siempre tuve una especial inclinación hacia los músicos callejeros. ¿Dónde está la línea que separa al artista consagrado del intérprete fortuito o fracasado? ¿Cuántos músicos, en posesión de un gran talento, no han podido entrar en los templos de la gloria? ¿Qué detalle, qué barrera, oculta o manifiesta, los pudo apartar de su senda soñada?
Siempre tuve una especial inclinación hacia los músicos callejeros. ¿Dónde está la línea que separa al artista consagrado del intérprete fortuito o fracasado? ¿Cuántos músicos, en posesión de un gran talento, no han podido entrar en los templos de la gloria? ¿Qué detalle, qué barrera, oculta o manifiesta, los pudo apartar de su senda soñada?
Pensé volver sobre mis pasos para mostrar mi gratitud al artista, pero no lo hice. Desde
entonces tengo la ilusión de volver a verlo. Acudí al día siguiente,
pero no estaba en su ubicación. Tampoco el día después, ni el otro.
Quizás algún día, deambulando por las
calles, como un extranjero por una ciudad ignota, tan distante de
aquella guardada en la memoria, cuando menos me lo espere, puede que
vuelva a oír sus pausados acordes, que, una noche plácida de febrero, me
transportaron “qui ove il mare luccica”, para comprobar que “ti volti e
vedi la tua vita, come la bianca scia di un’elica”.