Por José M. Domínguez Martínez
Recientemente han aparecido dos
obras muy significativas acerca del empresariado y de la propia historia
económica y social de la ciudad de Málaga, “Comercios históricos malagueños”, y
“Comercios malagueños que dejaron huella”, ambas de Fernando Alonso González.
Cada una se centra en un colectivo específico: la primera acoge comercios
tradicionales subsistentes; la segunda, una muestra de los que,
desafortunadamente, ya no forman parte del panorama económico malacitano. El
primer grupo -aunque deja abierta la puerta a incorporaciones- acusa una
tendencia menguante, mientras que el segundo acumula nuevos registros a costa
del primero.
A las personas de mi generación, que
fuimos niños en los lejanos años sesenta, nos invade indefectiblemente una
sensación de tristeza cuando constatamos cómo han ido desapareciendo
referencias emblemáticas que ayudaron a forjar la Málaga del presente. Y es
también cuando apreciamos, desde la distancia, la relevancia de un amplio
número de proyectos empresariales que alumbraron una época y que, ciertamente,
dejaron huella. Huella que, gracias a contribuciones como la de Fernando
Alonso, no ha de perderse.
La próxima edición de la segunda
de las obras mencionadas incluirá comercios tradicionales que, por distintas
razones, no hayan conseguido alargar el curso de su existencia. Algunos lo
habrán intentado pero sin poder resistir el embate de los modernos paradigmas.
Puede que sea un signo ineludible de una especie de evolución darwiniana o una manifestación
de la dinámica schumpeteriana, pero, cuando un comercio señero echa el cierre
definitivo, la ciudad pierde un trozo de su alma y, con ello, se esfuma también
una parte de nuestras vivencias.
Desde hace algunos años, los economistas
han acuñado la expresión “empresa zombi”, para hacer referencia a corporaciones
que, a duras penas, se mantienen operativas en el mercado. Los analistas llaman
la atención en el sentido de que, después de una década de políticas expansivas
de los bancos centrales, que han inyectado ingentes cantidades de liquidez,
ahora hay un número mayor de ellas. Y, según Robert Armstrong (Financial Times,
5-2-2020), “pueden estar devorando los cerebros del mundo corporativo”.
Existen diversos criterios para
catalogar una empresa como “zombi”. El más extendido es el de la falta de
rentabilidad a lo largo de un período extendido, especialmente si no tiene
capacidad para atender los costes del servicio de la deuda a partir de los
beneficios corrientes.
En un estudio del Banco de
Basilea (Ryan Banerjee y Boris Hofmann), basado en el examen de compañías
cotizadas de 14 economías avanzadas, se obtiene que la proporción de “empresas
zombis” ha aumentado, en promedio, desde un 2%, a finales de los años ochenta,
a un 12% en 2016. También ha aumentado muy llamativamente la probabilidad de
seguir siendo una empresa de esas características, desde el 3% al 85%.
En el mismo estudio se concluye
que las “empresas zombis” tienen unos menores niveles de productividad, de
inversión y de crecimiento del empleo que sus homólogas “plenamente vivas”. Son
las supervivientes de una devastación, gracias a la política monetaria
acomodaticia y a unos tipos de interés ultrarreducidos. Tal vez éstos se
mantengan así durante mucho tiempo, pero eso no impide que algunos analistas
alerten acerca del posible estallido de la burbuja de las “compañías zombis”.
Para el editorialista jefe del Financial Times, “corresponde a los inversores
proteger sus compañías del virus zombi… El más aterrador efecto colateral de la
política de los bancos centrales pueden no ser las compañías zombis, sino más
bien los inversores zombis”, que, según él, no exigen que los ejecutivos
adopten decisiones difíciles, en vez de dejarse arrastrar hacia un estado letárgico.
A pesar de todo ello, ojalá,
antes de una desaparición irreversible, algunas empresas pudieran continuar
algún tiempo en ese estado, a la espera de alguna solución viable. En los
complicados tiempos que nos ha tocado vivir, lograr el estatus de “empresa
zombi” puede llegar a ser un hito. Tal vez haya que reinventar la taxonomía
empresarial, y también la de los virus.
(Artículo publicado en el diario
“Sur”, con fecha 24 de marzo de 2020)